Cuando uno se enfrenta a la adaptación de una obra de Shakespeare corre el riesgo de caer en dos errores. El primero, no saber manejar el ritmo de la obra con la pericia con la que el dramaturgo inglés lo hacía. El segundo, tratar de demostrar que uno es capaz de sacarle más jugo al teatro que uno de los mayores genios de la historia.
Respecto al ritmo, la Tempestad de Peris Mencheta casi logra manejarlo sin peros. Casi. Conjuga con mucha habilidad la realidad que imaginó Shakespeare con el juego que proponen el director y los actores. Transita de un lugar a otro del tiempo, del espacio y del escenario con una sorprendente agilidad. Convierte en cómplices a los espectadores para arrojarlos de las escena acto seguido y dejarlos pensando qué será lo siguiente que ocurra. Esta misma destreza la demuestran los actores para pasar de un personaje a otro de la isla y de la obra, para jugar a que ensayan, para ensayar el juego y para llevarlo a cabo bailando con las emociones del público.
Sin embargo hay dos o tres momentos en los que parecen regodearse en personajes o escenas a las que bien podrían recortarles, ahora que está de moda, diez o quince minutos sin que el conjunto se resintiera. Al contrario, la obra mantendría la agilidad con la que se conduce las casi dos horas que dura. Es en estos dos momentos concretos en los que los espectadores se ven tentados a mirar un reloj que habían olvidado desde que se acomodan en sus butacas. Un par de situaciones en las que dejan que el ritmo se suspenda y deambule flotando por el escenario hasta volver a encontrar su lugar para ser el dueño de la representación de nuevo. En los dos casos, la obra se regodea con el personaje del diablo y su treta para tratar de acabar con el que hasta ese momento es su dueño. Algo que únicamente se debe a que es imposible igualar el don inconmensurable que tenía Shakespeare para secuestrar el alma, las pulsaciones y las emociones del público y devolvérsela una vez se apagaban las luces.
A pesar de este tropiezo, Tempestad en su conjunto es una obra admirable. Especialmente por cómo está concebida. Desde el inicio el espectador se siente parte de la representación, cómplice del actor mientras ensaya, mientras plantea sus dudas o sus exigencias. Juega con los personajes a ser actores, a ser los diferentes personajes que los actores que juegan a ser actores interpretan a medida que va avanzando la obra. Los distintos recursos que utilizan (la música, el agua, los globos e incluso la cámara) sirven para explicarles los cambios de escenario, de acto, de contexto y de emociones sin que por ello se sienta legitimado para dejar de prestarle atención a lo que permanentemente ocurre. Los actores juegan con el público a la manera habitual (los guiños, el diálogo directo) y lo convierten en parte de la obra con el uso de una cámara a la que permiten ser protagonista y personaje secundario en función de las necesidades del relato.
Mención especial, desde mi punto de vista, merece Quique Fernández. Interpreta al actor que interpreta a Gonzalo y a Miranda. Y en los tres papeles el realismo, la seriedad y el desparpajo en los que se basa su trabajo son admirables. Es complicado pasar por ingenuo sin terminar por parecer la caricatura de un idiota. A esto se le añade la habitual dificultad de conseguir abarcar y mostrar los matices con los que Shakespeare componía a sus personajes. Pero Fernández, además, interpreta a una quinceañera que apenas se ha asomado a la vida. Cursi, soñadora, femenina y enamoradiza. Y con sutiles detalles que expresa mediante un lenguaje corporal impecable que, precisamente por ser tan chiquito, se hace visible y eleva a la princesa a la categoría de palpable.
Una hora y cuarenta y cinco minutos durante los que el público tiene la suerte de aprender cómo es el ensayo de una obra, cómo trabajan los actores para convertirse en personajes. Algo más de 90 minutos para ser testigos de cómo es la vida en una isla en la que la magia, la traición o el amor compiten para ser los ganadores de una fantasía de Shakespeare que termina por ser creíble. Un trabajo excepcional en la dirección de un Peris Mencheta al que cada vez se le nota más seguro, por lo que es capaz de arriesgar más sin apenas equivocarse. Una experiencia que combina teatro clásico y de vanguardia, juego y trabajo concienzudo, y que termina por confluir para desembocar en el alma del espectador. Tempestad es una de esas obras que te obligan a plantearte si, como dice cierto ministro, la Cultura es mero entretenimiento o si, por el contrario, dejarnos sin disfrutarla solo contribuye a deshumanizarnos.